*
Me quisiera reconciliar con la música. En algún momento de mi vida algo entre ella y yo se fragmentó en pequeños trozos irreconciliables. Como saber que fue exactamente. En mi adolescencia fue mi compañera de lágrimas. Largas noches de verano encerrada en la penumbra emo de mi habitación. Boca arriba con la cabeza colgando de los pies de mi cama de una plaza, abajo de un páramo de estrellas que hoy yacen en ningún lugar.
Quisiera reconciliarme con ciertas canciones. Como las canciones de amor en inglés que nos abochornan el corazón a todos, dejarlas bailar ingenuas dentro de los parlantes de la radio, dejarlas libre en su expansión por las esquinas más elevadas del condominio, hasta que algún vecino con Melofobia irritable, venga hasta mi puerta solicitándome con un humor vengador que coarte la libertad desenfadada de esas canciones homicidas.
Quisiera tomar de la mano a la primera de ellas, pasear por los parques de Santiago y tener un bombardeo de presentimientos. Sentir que mi Soulmates camina por la vereda de enfrente en dirección opuesta. Que un artilugio de la vida no nos puso en la misma acera. Y verla pasar distraída, con la luz de la primavera a las siete de la tarde. Sentir en mis piernas la sangre entibiando, tiñéndose de rojo vivo, de refulgencia. Preparándome para la maratón de mi vida.
Sonreír sola, con los audífonos de cien a cien. Tener las certezas únicas de que la historia recién comienza. De que estoy parada aquí, justo aquí, por una razón irrepetible. Y podría estar acá, frente a este computador, ver pasar las siete de la tarde otra vez diez años después con la idea intransable de que al salir por esta puerta me estrellaré contra alguien: Que me volveré granito en el pavimento. Que colisionaré con todas las horas. Que esta que soy yo al salir ahora, no volverá jamás. Que dejará de repetirse la misma canción imantada en una década de desventuras. Y en media hora la muerte acecha. Espera la negra vecina que trastabille en mis decisiones, que hoy sea mi día temerario, que la desafíe con las venas hinchadas, con el espíritu adolescente. Y en media hora será otra noche más. Será la ausencia estrellada. Será la misma canción desfigurada con un millón de presentimientos fisurados, acoplándose con la ciudad gigante, con la vieja timadora, con la devoradora de sombras. Y la oscuridad es cada año más grande. Los neones también envejecen. Los mismos que me hacían torrente en las piernas para correr a la esquina correcta: Dados de baja, retirados, heridos, enfermos, asesinados, transformados. Ya no son de mis calles, ya no transitan las noches que yo transito y no hay nadie que me indique la coordenada exacta. La rendición de lo efímero.
martes, septiembre 24, 2013
domingo, septiembre 22, 2013
Cementerio de primaveras
*
Voy insomne en primavera, de nuevo, pateando las horas como piedras en la calle, en mi camino atolondrado, en el mismo que besó otra primavera y este es el veintiuno más letal, es el número adolorido, es la mañana lluviosa de septiembre despidiéndose en la esquina. Es el aniversario de una muerte querida. El cumpleaños de las agonías. Estoy parada justo en el origen de todo. En el ojo de la tormenta y estoy sola: Siempre lo estuve. Dos brazos imaginarios me sostenían la espalda, dos pies imaginarios se posaban sobre los míos y una boca imaginaria arremetía contra la mía. Dos ojos imaginarios se esclarecían frente mío; Se volvían amarillo siniestro, amarillo avaricia, amarillos cicatriz de botón de oro. Estoy sonriendo en el día uno. En el final. En la partida. En la última línea enemiga. Y me sonríe tu fantasma, de vuelta. Se vuelve sonrisa gigante, dientes gigantes, hendidura gigante, engrandeciéndose como un portal por donde me vuelvo pequeña entre dudas abismantes. Busco la mirada de la serpiente. La Ofidia con su mandíbula ensanchándose y estirándose para engullirme completa, la hambrienta. Me ronda, me saborea. No, ella no quiere tragarme. Ella no necesita comida. Ella es el veneno de los corazones. Es el azul oscuro casi negro. Es el día veintiuno que me persigue, que se burla de mis asociaciones, de tanta casualidad absurda, que lanza carcajadas contra esa camiseta bordada con el número desdichado de la infancia. Que se trapica con una noche de invierno veintiuno entre los campos de girasoles en mi primera adolescencia. Que se atora, se enrojece y se hincha riendo entre tosidos, señalándome el cumpleaños de un mal amor. Se le salen los ojos al lambisquero y toma un aliento con la boca ancha y con el estomago hacía afuera, conserva un último respiro para aniquilarme con el final de su broma más cruel: La encontraras un día veintiuno. Y me apunta con su dedo gordo: Te sentenciarán todas las primaveras. -dice seria y fuertemente-. El gordinflón burlón que decidió numerar mi vida se larga furioso y desquiciado a maldecirme con los astros y la numerología. Invoca a los dioses, al olimpo, a las musas, a los querubines y a los santos terrenales. Les informa que un ser tan noble, un ser tan lleno de gracia entre la codicia del mundo debe tener la suerte única, de un único número que vista sus días hasta el día último. Y que veintiún ángeles carguen la carroza negra y veintiún pies bajo tierra quede sellada mi alma vertiéndose por toda la eternidad con las bestias de veintiún cabezas. Y que desde ahora, sean exactamente veintiún primaveras, para devolver tu beso de muerte, para despedirnos para siempre de esta ronda ridícula de solsticios de primavera, de amores incompletos, de la esclavitud de los calendarios condenados a tener cada mes un día de entierros.
Voy insomne en primavera, de nuevo, pateando las horas como piedras en la calle, en mi camino atolondrado, en el mismo que besó otra primavera y este es el veintiuno más letal, es el número adolorido, es la mañana lluviosa de septiembre despidiéndose en la esquina. Es el aniversario de una muerte querida. El cumpleaños de las agonías. Estoy parada justo en el origen de todo. En el ojo de la tormenta y estoy sola: Siempre lo estuve. Dos brazos imaginarios me sostenían la espalda, dos pies imaginarios se posaban sobre los míos y una boca imaginaria arremetía contra la mía. Dos ojos imaginarios se esclarecían frente mío; Se volvían amarillo siniestro, amarillo avaricia, amarillos cicatriz de botón de oro. Estoy sonriendo en el día uno. En el final. En la partida. En la última línea enemiga. Y me sonríe tu fantasma, de vuelta. Se vuelve sonrisa gigante, dientes gigantes, hendidura gigante, engrandeciéndose como un portal por donde me vuelvo pequeña entre dudas abismantes. Busco la mirada de la serpiente. La Ofidia con su mandíbula ensanchándose y estirándose para engullirme completa, la hambrienta. Me ronda, me saborea. No, ella no quiere tragarme. Ella no necesita comida. Ella es el veneno de los corazones. Es el azul oscuro casi negro. Es el día veintiuno que me persigue, que se burla de mis asociaciones, de tanta casualidad absurda, que lanza carcajadas contra esa camiseta bordada con el número desdichado de la infancia. Que se trapica con una noche de invierno veintiuno entre los campos de girasoles en mi primera adolescencia. Que se atora, se enrojece y se hincha riendo entre tosidos, señalándome el cumpleaños de un mal amor. Se le salen los ojos al lambisquero y toma un aliento con la boca ancha y con el estomago hacía afuera, conserva un último respiro para aniquilarme con el final de su broma más cruel: La encontraras un día veintiuno. Y me apunta con su dedo gordo: Te sentenciarán todas las primaveras. -dice seria y fuertemente-. El gordinflón burlón que decidió numerar mi vida se larga furioso y desquiciado a maldecirme con los astros y la numerología. Invoca a los dioses, al olimpo, a las musas, a los querubines y a los santos terrenales. Les informa que un ser tan noble, un ser tan lleno de gracia entre la codicia del mundo debe tener la suerte única, de un único número que vista sus días hasta el día último. Y que veintiún ángeles carguen la carroza negra y veintiún pies bajo tierra quede sellada mi alma vertiéndose por toda la eternidad con las bestias de veintiún cabezas. Y que desde ahora, sean exactamente veintiún primaveras, para devolver tu beso de muerte, para despedirnos para siempre de esta ronda ridícula de solsticios de primavera, de amores incompletos, de la esclavitud de los calendarios condenados a tener cada mes un día de entierros.
domingo, julio 21, 2013
El Rito
*
He dado vueltas por horas, por segundos, por días, por vidas quizás. Este lugar se abre y se estrecha a su gana. Se respira a sí mismo. Se abalanza contra todo lo que abraza y te pierde, una y otra vez en su obscuridad enmarañada. Te traga. Hasta aquí. Hasta mis manos enamoradas a tientas de no vertirse sobre la nada. Porque siempre es este mismo lugar, el de tus anchas. Siempre es la sonrisa abismante, la enfermedad de tus ojos, las entrañas amordazadas. Siempre es tu mirada descubriendo. Siempre es mi alma asustada.
Y aquí estoy en el día del Rito. En la noche más larga. Y si me alcanzan tus brazos que me calcen completa. Que me engullan tus piernas, que me soporte tu espalda. Porque ni la oscuridad más completa podrían esconder mis dolores, esos que traigo a rastras, esos que no sé si me pertenecen ya o son intrínsecos de ésta historia o de todas las historias. Que se estiren tus manos hasta mi cuerpo y que recojan las lágrimas que se me escapan. Que se me escapan porque dicen no pertenecerme. Porque no me quieren. Porque se han cansado de mi humanidad fundamentalista. Porque mi retórica se ha vuelto pobre y mi poesía no sostiene el hambre del mundo.
Hoy es uno de esos días, que ha existido durante todos los días de la vida. El viejo y mañoso día en que no me puede faltar tu beso de muerte, tu beso pálido, tu beso de fantasma que roe las esquinas de la casa. Y cansada de revivirte, cansada de la languidez de tu cuerpo, de tus manos frías, de tus pies fríos, de tu adentro frío. Cansada de tus dientes de cal, de tus labios transparentes, de tus ojos blanquecinos, de tu pelo que crece y crece enrollando la habitación, comprimiéndola de extremo a extremo. Porque todo lo que hago es para ocuparme en este mundo. Para que no sospechen. Para pasar inadvertida, para no descubrirme sintiente: Y tomo un bolígrafo y hago cálculos de oficina. Me levanto día a día a leer el periódico. Alquilo un perro y saludo al vecino que no abandona el oficio de mirarme con sospecha. Y te invento cotidianidades que no comprendo. Y me moldeo una sociedad que me justifique los días vacíos de todo lo tuyo. He coleccionado unos cuantos vicios que no dejan de darme arcadas. Estudio enfermedades mentales que puedan volverme interesante y me adjudico cada ciertos meses una gripa que me deje venirme a casa tranquila a pensar en las cosas que arrastraste de tantas otras vidas, a envolverme de risa con los miedos que me sugeriste que tenías y que te haz inventado siempre, para estar tan de acuerdo con los siglos de tu alma, con las historia que ha vivido. Y me sientes tan cerca, y ya me sientes en casa, y reconoces las pistas que dejo para ti, para que un día me hables en nuestro idioma, para que me digas que ya te cansó el juego del escondite. Que puedo desvestirme de todas las cosas que me obligué a aprender para ser una y otra vez todo eso que haría un ser mundano.
Me quedo porque tengo la impresión de que en algún lugar de tu inmensidad existe un recuerdo. Una señal que te indique donde vinimos. Una cicatriz. Yo la he visto... justo al centro de todo, es todo el peso del mundo, la oscuridad única en donde descansa mi cuerpo, hacía donde salto, y saltan de mí llenos de alaridos los insomnios espectrales. Justamente ahí te he visto semi-desnuda, con los ojos preguntones, chocar contra mí de repente y suspendernos por un tiempo ínfimo e incuantificable, pero lo suficiente para que transiten todas nuestras horas.
He dado vueltas por horas, por segundos, por días, por vidas quizás. Este lugar se abre y se estrecha a su gana. Se respira a sí mismo. Se abalanza contra todo lo que abraza y te pierde, una y otra vez en su obscuridad enmarañada. Te traga. Hasta aquí. Hasta mis manos enamoradas a tientas de no vertirse sobre la nada. Porque siempre es este mismo lugar, el de tus anchas. Siempre es la sonrisa abismante, la enfermedad de tus ojos, las entrañas amordazadas. Siempre es tu mirada descubriendo. Siempre es mi alma asustada.
Y aquí estoy en el día del Rito. En la noche más larga. Y si me alcanzan tus brazos que me calcen completa. Que me engullan tus piernas, que me soporte tu espalda. Porque ni la oscuridad más completa podrían esconder mis dolores, esos que traigo a rastras, esos que no sé si me pertenecen ya o son intrínsecos de ésta historia o de todas las historias. Que se estiren tus manos hasta mi cuerpo y que recojan las lágrimas que se me escapan. Que se me escapan porque dicen no pertenecerme. Porque no me quieren. Porque se han cansado de mi humanidad fundamentalista. Porque mi retórica se ha vuelto pobre y mi poesía no sostiene el hambre del mundo.
Hoy es uno de esos días, que ha existido durante todos los días de la vida. El viejo y mañoso día en que no me puede faltar tu beso de muerte, tu beso pálido, tu beso de fantasma que roe las esquinas de la casa. Y cansada de revivirte, cansada de la languidez de tu cuerpo, de tus manos frías, de tus pies fríos, de tu adentro frío. Cansada de tus dientes de cal, de tus labios transparentes, de tus ojos blanquecinos, de tu pelo que crece y crece enrollando la habitación, comprimiéndola de extremo a extremo. Porque todo lo que hago es para ocuparme en este mundo. Para que no sospechen. Para pasar inadvertida, para no descubrirme sintiente: Y tomo un bolígrafo y hago cálculos de oficina. Me levanto día a día a leer el periódico. Alquilo un perro y saludo al vecino que no abandona el oficio de mirarme con sospecha. Y te invento cotidianidades que no comprendo. Y me moldeo una sociedad que me justifique los días vacíos de todo lo tuyo. He coleccionado unos cuantos vicios que no dejan de darme arcadas. Estudio enfermedades mentales que puedan volverme interesante y me adjudico cada ciertos meses una gripa que me deje venirme a casa tranquila a pensar en las cosas que arrastraste de tantas otras vidas, a envolverme de risa con los miedos que me sugeriste que tenías y que te haz inventado siempre, para estar tan de acuerdo con los siglos de tu alma, con las historia que ha vivido. Y me sientes tan cerca, y ya me sientes en casa, y reconoces las pistas que dejo para ti, para que un día me hables en nuestro idioma, para que me digas que ya te cansó el juego del escondite. Que puedo desvestirme de todas las cosas que me obligué a aprender para ser una y otra vez todo eso que haría un ser mundano.
Me quedo porque tengo la impresión de que en algún lugar de tu inmensidad existe un recuerdo. Una señal que te indique donde vinimos. Una cicatriz. Yo la he visto... justo al centro de todo, es todo el peso del mundo, la oscuridad única en donde descansa mi cuerpo, hacía donde salto, y saltan de mí llenos de alaridos los insomnios espectrales. Justamente ahí te he visto semi-desnuda, con los ojos preguntones, chocar contra mí de repente y suspendernos por un tiempo ínfimo e incuantificable, pero lo suficiente para que transiten todas nuestras horas.
domingo, abril 07, 2013
Caballo de Troya
*
Necesito hablarte y no tengo más que mis manos cansadas con un puñado de jeroglíficos entre los dedos. No tengo más que la labia marchita y los ojos invernales goteando a pedazos. Sabes tanto lo que no tengo, que aún me impresiono de que quieras robarme siempre las armas que me faltan. Las balas imaginarias que lanzas contra mi pecho acuoso. Porque estás con la mirada añeja, porque te tiemblan las ganas de aparcarte en una costilla rota de mi lado favorito. Ven y rueda conmigo por los cerros de tus vértebras, déjame quebrarlas todas, deja que te lleve por los laberintos de tus vísceras, que sé que no haz conocido profundidades como las tuyas, como la sangre boreal que refresca tus adentros infantiles. Como la sonrisa eterna, como los ojitos aclarados en medio de la mesa. Como tu boca nerviosa, como tu cabello largo hasta los talones duros. Hasta las calles arrugadas, hasta las veredas que nos separan, hasta los buses terroríficos que te arrastran lejos de aquí, de este aquí de mi pelo, de mis dientes roídos, de mi piel agrietada, de mis ojos grises. Grises como la sombra pérfida que dibuja tu nariz en la mía. Como tu beso, que siempre es el último, como tu beso lejos, como tu beso de polvo, de harina de herida, de llaga insoluble. Como tus manos largas manos, que se esconden de cualquier ventisca, de toda llovizna que se me acerque a la mejilla rabiosa.
Quiero abrazar tantos brazos tuyos desprendidos de tu cuerpo. Los quiero todos, lejos tuyo. Lejos de tu mueca arenosa, de tu risa magullada. Quiero tus brazos firmes como abrazo nuevo, de cuerda de candado de combinación infinita. Quiero tus zapatillas rotas erosionando la Alameda, pateando las micros y a los ciclistas fascistas. Te quiero zapateando arriba de los taxis y las camionetas y saltando entre el cableado de las calles, como si esos puentes interminables, hubiesen estado ahí siempre para juntarnos en alguna esquinita de vértigo.
Quiero besarte tanto que todas las cosas divinas que logré en tu ausencia, pueden teñirse de mierda. No existe recoveco que me guste más que el tuyo. No hay universo en mí que no quiera ser sostenido por tu pelvis entre mis piernas, por tu estomago nervioso, por tus piernas enredadas violando mis sábanas. Las mismas que arrojé a la basura la tarde ayer. Porque era otoño y el viento me degolló las palabras que faltaban.
Tengo las venas inflamadas, tengo la vida diseñada y los ánimos perfectos. Tengo todo lo que te hacía falta cada vez que respiraba. Tengo todo eso que quisiera mostrarte con entusiasmo y que se vence y disuelve como espejismo, como quimera otra vez que te encanta, que te engaña, que me odia, que me aplasta, como todas las cosas maltrechas que amas.
Quiero decirte que me levanto cada mañana, con el animo dionisiaco de destruir las rutas y las memorias, las pisadas y los ecos asmáticos de la ciudad que te grita a carcajadas, que este es un día más, del resto que se acaban.
Me siento en el café y no pido nada, la garzona me mira y siento vergüenza, pienso en inventarle que espero a alguien que ya viene.
Son las 5:00 y es 17 y el caballo de troya galopa furioso hacía el museo. Yo estoy afuera, nerviosa, esperando.
Necesito hablarte y no tengo más que mis manos cansadas con un puñado de jeroglíficos entre los dedos. No tengo más que la labia marchita y los ojos invernales goteando a pedazos. Sabes tanto lo que no tengo, que aún me impresiono de que quieras robarme siempre las armas que me faltan. Las balas imaginarias que lanzas contra mi pecho acuoso. Porque estás con la mirada añeja, porque te tiemblan las ganas de aparcarte en una costilla rota de mi lado favorito. Ven y rueda conmigo por los cerros de tus vértebras, déjame quebrarlas todas, deja que te lleve por los laberintos de tus vísceras, que sé que no haz conocido profundidades como las tuyas, como la sangre boreal que refresca tus adentros infantiles. Como la sonrisa eterna, como los ojitos aclarados en medio de la mesa. Como tu boca nerviosa, como tu cabello largo hasta los talones duros. Hasta las calles arrugadas, hasta las veredas que nos separan, hasta los buses terroríficos que te arrastran lejos de aquí, de este aquí de mi pelo, de mis dientes roídos, de mi piel agrietada, de mis ojos grises. Grises como la sombra pérfida que dibuja tu nariz en la mía. Como tu beso, que siempre es el último, como tu beso lejos, como tu beso de polvo, de harina de herida, de llaga insoluble. Como tus manos largas manos, que se esconden de cualquier ventisca, de toda llovizna que se me acerque a la mejilla rabiosa.
Quiero abrazar tantos brazos tuyos desprendidos de tu cuerpo. Los quiero todos, lejos tuyo. Lejos de tu mueca arenosa, de tu risa magullada. Quiero tus brazos firmes como abrazo nuevo, de cuerda de candado de combinación infinita. Quiero tus zapatillas rotas erosionando la Alameda, pateando las micros y a los ciclistas fascistas. Te quiero zapateando arriba de los taxis y las camionetas y saltando entre el cableado de las calles, como si esos puentes interminables, hubiesen estado ahí siempre para juntarnos en alguna esquinita de vértigo.
Quiero besarte tanto que todas las cosas divinas que logré en tu ausencia, pueden teñirse de mierda. No existe recoveco que me guste más que el tuyo. No hay universo en mí que no quiera ser sostenido por tu pelvis entre mis piernas, por tu estomago nervioso, por tus piernas enredadas violando mis sábanas. Las mismas que arrojé a la basura la tarde ayer. Porque era otoño y el viento me degolló las palabras que faltaban.
Tengo las venas inflamadas, tengo la vida diseñada y los ánimos perfectos. Tengo todo lo que te hacía falta cada vez que respiraba. Tengo todo eso que quisiera mostrarte con entusiasmo y que se vence y disuelve como espejismo, como quimera otra vez que te encanta, que te engaña, que me odia, que me aplasta, como todas las cosas maltrechas que amas.
Quiero decirte que me levanto cada mañana, con el animo dionisiaco de destruir las rutas y las memorias, las pisadas y los ecos asmáticos de la ciudad que te grita a carcajadas, que este es un día más, del resto que se acaban.
Me siento en el café y no pido nada, la garzona me mira y siento vergüenza, pienso en inventarle que espero a alguien que ya viene.
Son las 5:00 y es 17 y el caballo de troya galopa furioso hacía el museo. Yo estoy afuera, nerviosa, esperando.
miércoles, marzo 20, 2013
Blue Skin
*
Cae el otoño en la ciudad. Los años amarillentos van pasando como si flotaran por la ciudad grisácea. Van pasando entibiándose las manos, encendiendo un cigarrillo, mezclando su humo con el de los tubos de escape de las micros teñidas de hollín. Los años con labios partidos, seduciendo el vaho de los transeúntes silenciosos, sumidos en su retorno de las seis. Los años tienen cabello negro y piel traslúcida: Tiene labios rosados como un botón de sangre, tiene los ojos como bilis amarilla y manos grandes para sostener los lamentos de mis pulmones envejecidos.
Consumo la vida en un soplido. Contemplo la ciudad estirándose sigilosa. Escucho su risa a lo lejos, la siento escaparse entre sus dientes abiertos. Recorro cada callejón estrecho por donde doblamos nuestros corazones lacerados, cada esquina por donde imaginaba que dedicaba mi tiempo en dejarle señales ingeniosas para encontrarnos en otra vida: En una donde ella porte la piel oscura y los ojos negros y yo sea un niño famélico en sus brazos sobreviviendo al final de algún final. Su boca gruesa y gigante me engulle el rostro y tenemos los ojos rasgados en una ciudad estruendosa, jugando a mirarnos por la estrecha escotilla de nuestros párpados mientras un huracán de neones refulgen en la ventana tras de ella y un rosado fluorescente colorea el espacio psicodélico de sus dientes delanteros, que me van absorbiendo lentamente como un portón de entrada hacía el agujero de gusano de su garganta.
Nunca le vi la piel tan azul.
Ésta es mi primera vida con ella y me agoto al tener la primera certeza de que tendré que sobrevivir a tantas otras para encontrarla en la hora justa, en la estación predilecta. En cualquier primavera donde su sonrisa destelle púrpura profundo en los bolsillos apretados de alguno de mis jeans.
La escucho reírse a lo lejos. En lo más bajo de la ciudad. Reírse desde las cloacas e incluso a veces suelo confundirme y creer que es un quejido, que es su sexo palpitando bajo las veredas de ésta ciudad indolente, que me arroja cada vez contra el pavimento mientras las ruedas de éste artefacto recorren el doblez de los murallones por donde se cruzaron nuestras miradas nerviosas e ignorantes, inciertas y pretenciosas de un par de historias apoteósicas que hoy se descascaran en el cementerio de las glorias de nadie. Y las llantas inflamadas siguen su ruta, esquivando las de ella, repasando lugares nuevos por donde nunca pasaremos, inventando velocidades para pasar rauda por si se asoma su sombra en la próxima calle, por si la ciudad se encuentra aburrida y maliciosa y nos lleva a estrellarnos como cáscaras de huevos viejos que se funden en el cemento, derrotados, infecciosos, alimentando la boca de alguien más.
"En otro lugar,
lejos de ésta tierra y de su tiempo
espero tu rostro
donde se reúnen todos los rostros que he amado".
-Jorge Teillier-
Cae el otoño en la ciudad. Los años amarillentos van pasando como si flotaran por la ciudad grisácea. Van pasando entibiándose las manos, encendiendo un cigarrillo, mezclando su humo con el de los tubos de escape de las micros teñidas de hollín. Los años con labios partidos, seduciendo el vaho de los transeúntes silenciosos, sumidos en su retorno de las seis. Los años tienen cabello negro y piel traslúcida: Tiene labios rosados como un botón de sangre, tiene los ojos como bilis amarilla y manos grandes para sostener los lamentos de mis pulmones envejecidos.
Consumo la vida en un soplido. Contemplo la ciudad estirándose sigilosa. Escucho su risa a lo lejos, la siento escaparse entre sus dientes abiertos. Recorro cada callejón estrecho por donde doblamos nuestros corazones lacerados, cada esquina por donde imaginaba que dedicaba mi tiempo en dejarle señales ingeniosas para encontrarnos en otra vida: En una donde ella porte la piel oscura y los ojos negros y yo sea un niño famélico en sus brazos sobreviviendo al final de algún final. Su boca gruesa y gigante me engulle el rostro y tenemos los ojos rasgados en una ciudad estruendosa, jugando a mirarnos por la estrecha escotilla de nuestros párpados mientras un huracán de neones refulgen en la ventana tras de ella y un rosado fluorescente colorea el espacio psicodélico de sus dientes delanteros, que me van absorbiendo lentamente como un portón de entrada hacía el agujero de gusano de su garganta.
Nunca le vi la piel tan azul.
Ésta es mi primera vida con ella y me agoto al tener la primera certeza de que tendré que sobrevivir a tantas otras para encontrarla en la hora justa, en la estación predilecta. En cualquier primavera donde su sonrisa destelle púrpura profundo en los bolsillos apretados de alguno de mis jeans.
La escucho reírse a lo lejos. En lo más bajo de la ciudad. Reírse desde las cloacas e incluso a veces suelo confundirme y creer que es un quejido, que es su sexo palpitando bajo las veredas de ésta ciudad indolente, que me arroja cada vez contra el pavimento mientras las ruedas de éste artefacto recorren el doblez de los murallones por donde se cruzaron nuestras miradas nerviosas e ignorantes, inciertas y pretenciosas de un par de historias apoteósicas que hoy se descascaran en el cementerio de las glorias de nadie. Y las llantas inflamadas siguen su ruta, esquivando las de ella, repasando lugares nuevos por donde nunca pasaremos, inventando velocidades para pasar rauda por si se asoma su sombra en la próxima calle, por si la ciudad se encuentra aburrida y maliciosa y nos lleva a estrellarnos como cáscaras de huevos viejos que se funden en el cemento, derrotados, infecciosos, alimentando la boca de alguien más.
"En otro lugar,
lejos de ésta tierra y de su tiempo
espero tu rostro
donde se reúnen todos los rostros que he amado".
-Jorge Teillier-
jueves, febrero 21, 2013
El fantasma de las relaciones pasadas
*
Ella está sostenida por la entrada de la casa. Ella guarda sus cosas con una mueca en la cara. Ella se arrastra con pasos de soldado por el corredor lleno de ratas. Yo intento sujetarme de umbrales cualquiera en una esquina parchada. Ella va recopilando mis miedos; los encuentra en el cuarto de baño, escondidos en un rincón oscuro con dos miradas de terror iluminadas. Los echa en su bolsa, desde ahora puede dispararme a quemarropa. Yo me quemo de frío, me deshago en las tinieblas gélidas de la casa. He vivido esto antes; Ella se marchaba impertérrita. Intento lanzarle una soga, estamos a mitad de camino en la selva, somos acechadas por bestias multicolores de ojos oscuros, negros como la nada y fui un animal, veloz y tenaz que no pudo salvarla. Todo se nubla de repente, pienso en porque no ha podido ser solidaria, estoy débil, no puedo librar una batalla ahora, todo se va alejando; su voz, sus pasos demoledores, el aroma de su poleron. Ya he estado aquí: Traía el semblante desinteresado de las despedidas. Las piernas se me tuercen, se me devana la piel machacada. Ella conoce este lugar. Es tan sólo un mal disfraz. Quiero que sea la última, que se convine con todo allá afuera, que se alteren los caminos devuelta, que se rompa el rito absurdo de las coincidencias y reírme a carcajadas de la desavenencia de su partida. Decirle que tentó a la suerte, desafortunada. Pero estoy en medio de una cruzada, me la arrebataron de las manos mercenarios de un reino sacrílego. Nunca he portado una espada, pero estoy dispuesto a desenvainarla, tengo el corazón hinchado, me sudan las manos y toda la sangre a corrido a mis piernas a alta velocidad, la misma que me impulsa a ella con las pupilas endurecidas, mientras su cuello es rebanado en la altura de un podio. Caigo justo después de terminar el corredor, el aliento me acompaña hasta los extremos de la cama. -Haz algo- me repito, sé el fuego de todos los fuegos, con las manos sangrantes, con los harapos a cuestas, mientras se cierra la puerta. Y estoy en 1980 perdiéndola en la salida de un café, con un trozo de primavera escondiéndoseme en el bolsillo. Y estamos en campos de trigo, en pedazos de naranja estallando en nuestras bocas, en un bosque helado en las riveras del sur, bajo el galope de caballos furiosos y descarrilados. Atrás y delante de un fusil. En el beso justo, en la estación prometida, en la hora mágica.
Aún con los huesos atolondrados pienso en pararme. Enfrentarme a la inmensidad que se teje fuera de la habitación como un palacio de telarañas. Reunir las fuerzas bastantes para decapitar a los fantasmas que me adhiere, a las cosas que yo seré cuando se vaya, a las posibilidades de mi yo más absurdo, a todo lo que le inventé y me inventó, a su renuncia frente a la amarga probabilidad de que algún día surja en mi boca una risa desequilibrada. Y tomo toda esa matemática y las arrojo tras de ella como quien se deshace de injurias y calumnias malintencionadas. Porque alguno debía cansarse alguna vez, de ser el fantasma de las relaciones pasadas; En cualquier ciudad, en el siglo que ella estime, inclusive en el lado más flaco de nuestro sillón.
"Estas líneas que miras ahora mismo
son columnas de arena vertical:
vas con ella fluyendo hacía el abismo
vas goteando hacía el fondo del cristal".
Oscar Hanh.
Ella está sostenida por la entrada de la casa. Ella guarda sus cosas con una mueca en la cara. Ella se arrastra con pasos de soldado por el corredor lleno de ratas. Yo intento sujetarme de umbrales cualquiera en una esquina parchada. Ella va recopilando mis miedos; los encuentra en el cuarto de baño, escondidos en un rincón oscuro con dos miradas de terror iluminadas. Los echa en su bolsa, desde ahora puede dispararme a quemarropa. Yo me quemo de frío, me deshago en las tinieblas gélidas de la casa. He vivido esto antes; Ella se marchaba impertérrita. Intento lanzarle una soga, estamos a mitad de camino en la selva, somos acechadas por bestias multicolores de ojos oscuros, negros como la nada y fui un animal, veloz y tenaz que no pudo salvarla. Todo se nubla de repente, pienso en porque no ha podido ser solidaria, estoy débil, no puedo librar una batalla ahora, todo se va alejando; su voz, sus pasos demoledores, el aroma de su poleron. Ya he estado aquí: Traía el semblante desinteresado de las despedidas. Las piernas se me tuercen, se me devana la piel machacada. Ella conoce este lugar. Es tan sólo un mal disfraz. Quiero que sea la última, que se convine con todo allá afuera, que se alteren los caminos devuelta, que se rompa el rito absurdo de las coincidencias y reírme a carcajadas de la desavenencia de su partida. Decirle que tentó a la suerte, desafortunada. Pero estoy en medio de una cruzada, me la arrebataron de las manos mercenarios de un reino sacrílego. Nunca he portado una espada, pero estoy dispuesto a desenvainarla, tengo el corazón hinchado, me sudan las manos y toda la sangre a corrido a mis piernas a alta velocidad, la misma que me impulsa a ella con las pupilas endurecidas, mientras su cuello es rebanado en la altura de un podio. Caigo justo después de terminar el corredor, el aliento me acompaña hasta los extremos de la cama. -Haz algo- me repito, sé el fuego de todos los fuegos, con las manos sangrantes, con los harapos a cuestas, mientras se cierra la puerta. Y estoy en 1980 perdiéndola en la salida de un café, con un trozo de primavera escondiéndoseme en el bolsillo. Y estamos en campos de trigo, en pedazos de naranja estallando en nuestras bocas, en un bosque helado en las riveras del sur, bajo el galope de caballos furiosos y descarrilados. Atrás y delante de un fusil. En el beso justo, en la estación prometida, en la hora mágica.
Aún con los huesos atolondrados pienso en pararme. Enfrentarme a la inmensidad que se teje fuera de la habitación como un palacio de telarañas. Reunir las fuerzas bastantes para decapitar a los fantasmas que me adhiere, a las cosas que yo seré cuando se vaya, a las posibilidades de mi yo más absurdo, a todo lo que le inventé y me inventó, a su renuncia frente a la amarga probabilidad de que algún día surja en mi boca una risa desequilibrada. Y tomo toda esa matemática y las arrojo tras de ella como quien se deshace de injurias y calumnias malintencionadas. Porque alguno debía cansarse alguna vez, de ser el fantasma de las relaciones pasadas; En cualquier ciudad, en el siglo que ella estime, inclusive en el lado más flaco de nuestro sillón.
"Estas líneas que miras ahora mismo
son columnas de arena vertical:
vas con ella fluyendo hacía el abismo
vas goteando hacía el fondo del cristal".
Oscar Hanh.
miércoles, enero 30, 2013
La amante muerta
*
Entonces sopló un viento terrible. Mi obstinación en luchar contra el polvo me permitió ver por vez última, como ella se iba haciendo pequeña y difusa en la angostura distante de la calle. Era la amante muerta desapareciendo, era el grito hasta el vértigo, el hoyo en el alma por donde ella juega y salta, por donde grita maquiavélica que la nada existe, por donde arroja miradas de terror a los visitantes, a los amantes pasajeros, a los viajantes.
Se pierde en la acera de enfrente. El bus que toma acecha furioso e indolente y en pocos segundos la velocidad de sus ruedas cortará la estela de sangre que nos une. Unos minutos después ella perderá su mirada en el camino. Yo me quedaré en la parada opuesta pensando en si mis pasos fueron pesados, abigarrados de lentitud. Moverme es un infierno. Soy un ser sangrante como un elefante asesinado en las puertas de un circo. Más tarde seguiré sus rutas para vestirme del calor que deja su cuerpo en todas las cosas mundanas. Horas después caeré y reiré y la demencia será un paso firme. Azotaré mi cuerpo contra los murallones en donde se posó su sombra gélida y me imantaré de su frío. Al pasar de las semanas me congelaré, y el corazón habrá formado un órgano de la cicatriz madura y al paso de los meses seré una mirada impía, un paso ligero perdiéndose en la angostura pérfida de la calle, y seré sólo un cuerpo difuminado, achicándose con rapidez, brincando sobre agujeros en el alma de alguien, y seré la nada aterrada, la bilis del mundo, la amante muerta.
"Dos arañas son dos miradas de terror que caen de ojos distintos. Se encuentran en un rincón de la casa y huyen en direcciones opuestas, porque le tienen miedo al amor." -Oscar Hahn-
Entonces sopló un viento terrible. Mi obstinación en luchar contra el polvo me permitió ver por vez última, como ella se iba haciendo pequeña y difusa en la angostura distante de la calle. Era la amante muerta desapareciendo, era el grito hasta el vértigo, el hoyo en el alma por donde ella juega y salta, por donde grita maquiavélica que la nada existe, por donde arroja miradas de terror a los visitantes, a los amantes pasajeros, a los viajantes.
Se pierde en la acera de enfrente. El bus que toma acecha furioso e indolente y en pocos segundos la velocidad de sus ruedas cortará la estela de sangre que nos une. Unos minutos después ella perderá su mirada en el camino. Yo me quedaré en la parada opuesta pensando en si mis pasos fueron pesados, abigarrados de lentitud. Moverme es un infierno. Soy un ser sangrante como un elefante asesinado en las puertas de un circo. Más tarde seguiré sus rutas para vestirme del calor que deja su cuerpo en todas las cosas mundanas. Horas después caeré y reiré y la demencia será un paso firme. Azotaré mi cuerpo contra los murallones en donde se posó su sombra gélida y me imantaré de su frío. Al pasar de las semanas me congelaré, y el corazón habrá formado un órgano de la cicatriz madura y al paso de los meses seré una mirada impía, un paso ligero perdiéndose en la angostura pérfida de la calle, y seré sólo un cuerpo difuminado, achicándose con rapidez, brincando sobre agujeros en el alma de alguien, y seré la nada aterrada, la bilis del mundo, la amante muerta.
"Dos arañas son dos miradas de terror que caen de ojos distintos. Se encuentran en un rincón de la casa y huyen en direcciones opuestas, porque le tienen miedo al amor." -Oscar Hahn-
Al otro lado se ve el infinito, que miedo
*
Este es un pequeño espacio del universo que
parte acá, acá en el límite de mi boca. Abro los labios delicadamente, para
evitar las heridas del silencio arraigado. Los abro y respiro por vez primera.
Inhalo. Siento un temblor en mis manos, se fracturan mis dedos tiesos sobre el
teclado. Asciende éste como si lo llevase la fuerza de un imán y tras de él la
mesa enjuta que pisa, las cortinas amarillas deslavadas, polvorienta la
repisa en mi paladar, el libro sin cuenta, como una serpiente que se desenrolla, las
palabras: "Al otro lado se ve el infinito, que miedo". Como un
dominó que toma velocidad, las gafas rotas, la polaroid de mi abuelo, los
western, las películas francesas que no vi, las zapatillas blancas por años sucias, los audífonos, las
manillas, los pernos de la puerta destartalada, la mesa y la mancha blanca de
la olla caliente, la silla coja, el corredor oscuro, la
escalera de mis padres, la cama a veces de ella, la noche cautiva,
el barrio, el vaso, el beso, la gota, de la micro los cantantes, la pileta, los
jeans húmedos, la risa, la carretera, la euforia, la playa, la mirada, lo
indecible, lo indeleble, los fantasmas, lo que amarra, lo que suelta, lo que
atrapa desde el otro lado, la arena, el horizonte perdido, mi piel devanada. Los buses, las rutas, el metro, los cigarrillos
deshechos, las subidas, las bajadas, las puertas cerradas, el miedo. Las bandas
rock, las canciones gritonas, las heridas: Las tuyas, las mías, las de ellas.
La velocidad, lo nublado, la embriaguez, las paredes tristes, las ventanas
tristes, la habitación triste. La mañana: La certeza terrorífica, la mirada
herida detenida, las trampas del corazón y todo lo que se estila. Los años;
carreras espaciales de desencanto. El puente; Tú de nuevo con la sonrisa ancha, con el cabello estirándose y desenredándose hasta los talones, hasta los míos,
por medio de mis piernas, circundando mis caderas, mis pechos, mi espalda, mi
cuello, mis labios, empujándose tras de todo, abriéndose hasta mis
entrañas, y en tu boca un cerrojo en forma de peón de ajedrez, infinito, que me absorbe a mí, que lo absorbe todo.
"Eso fuimos los dos: Torres gemelas que se desplomaron, torres en llamas que se hicieron escombros". -Oscar Hahn-
No hay nada más terrorífico que la nostalgia
*
Hay días, incluso en verano,
donde no hay nada más pesado que la nostalgia. El disonante envejecimiento del
cuerpo corriendo tras el espíritu hilarante de las memorias. ¿Como enfrentarse
a un "uno mismo" joven y pueril?: Los dientes lechosos, los ojos
brillantes, las manos tersas que jamás se han estrellado contra la tierra. Como
volver ahí sin la nausea de los años, sin el agrio beso de la muerte en los labios.
Porque no hay nada más terrorífico que la nostalgia; Las mejillas aún
rosadas, el cuerpo fresco de las primaveras.
La sombra de abril en el
parque: Sus ojos pardos y su risa blanquecina estallaron como una bala que
entró por mi boca y explotó en mi garganta; Sus comisuras perfectamente
levantadas por donde se escurría una sonrisa asertiva, el lunar en su
inescrupulosa mejilla derecha, el blazer negro brillante y el color savage de
su cabello, aparecieron de pronto: Estoy ahí y ya puedo escuchar hilvanarse ese suspiro coqueto suyo. Lentamente sus palabras se transforman en una escena tecnicolor.
El color rojo de su abrigo en el sepia otoño que pasó raudo, que quebró las
hojas amarillentas debajo de sus zapatos, que corrió como una cortina tempestuosa
abrochando nuestro beso bajo los paraguas lambisqueros, que la escondió tras
su bufanda en el gris de salvador, que nos abrazó con sus estaciones infinitas y nos arrojó a los charcos invernales de
marea alta y nos mojó las mañanas eternas, las cascaras de naranja en la
estufa, la madera hinchada, el corazón rojo: azulándose. La hipotermia. Nos
congelamos durante siglos. Se congelaron nuestras miradas inquietas en la cama,
los algodones dulces y las montañas rusas viscerales que surtían de abrazos
sorpresivos en una esquina amorosa de la escalera. Que se puso puntiaguda, que
deformó sus vértices, que se hizo impía, mugrosa, intrigante, que se fue
deslizando y estirando a sus anchas de piedra negra. Que nos colocó en la
puerta quejumbrosa de febrero, que me devoró completa, que de pronto estaba
ella con la mirada amarga, con las comisuras declinadas, con sus mejillas
claudicando, con su oscuridad azul profunda acariciando mi mano, por vez última. Porque hoy es
la última despedida. Porque corrimos demasiado lejos y ya no distinguimos a la niña
del blazer negro brillante y el lunar inescrupuloso en la mejilla derecha
sonrojarse en el parque, fundirse en el olor a tierra húmeda de las tardes a
las siete.
No hay nada más terrorífico
que la nostalgia.
"¡Cuan dichosa es la suerte de una inocente virgen! El mundo olvida, el mundo olvidado. ¡Eterno resplandor de una mente sin recuerdos!".
lunes, enero 28, 2013
Lavoz
*
Debería escribir
los 21.
Debería escribir los 21 -pensé-
Debería escribir los 21 (Se cerró la puerta de entrada).
Debería escribir los 21: Burlones se alejaron ligeros los pasos.
Debería escribir los 21; Deslenguada la primavera.
Debería los 21 escribir Aromos violentos de verano agujereando tu boca...
Los debería escribir 21 hasta que emerja a su centro, hasta que vea la luz apretujada en tu ombligo y que el invierno compasivo me arrastre el acido que cogí de tu estomago.
Pero violentas entrañas de otoño se cierran en los vórtices de mi boca porque es 21 y quiero invierno(s) burlones y deslenguados como ligeros pasos, -pensé- mientras subes a la micro-demente. Debería escribir los 21.
Debería escribir
los 21.
Debería escribir los 21 -pensé-
Debería escribir los 21 (Se cerró la puerta de entrada).
Debería escribir los 21: Burlones se alejaron ligeros los pasos.
Debería escribir los 21; Deslenguada la primavera.
Debería los 21 escribir Aromos violentos de verano agujereando tu boca...
Los debería escribir 21 hasta que emerja a su centro, hasta que vea la luz apretujada en tu ombligo y que el invierno compasivo me arrastre el acido que cogí de tu estomago.
Pero violentas entrañas de otoño se cierran en los vórtices de mi boca porque es 21 y quiero invierno(s) burlones y deslenguados como ligeros pasos, -pensé- mientras subes a la micro-demente. Debería escribir los 21.
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