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Cae el otoño en la ciudad. Los años amarillentos van pasando como si flotaran por la ciudad grisácea. Van pasando entibiándose las manos, encendiendo un cigarrillo, mezclando su humo con el de los tubos de escape de las micros teñidas de hollín. Los años con labios partidos, seduciendo el vaho de los transeúntes silenciosos, sumidos en su retorno de las seis. Los años tienen cabello negro y piel traslúcida: Tiene labios rosados como un botón de sangre, tiene los ojos como bilis amarilla y manos grandes para sostener los lamentos de mis pulmones envejecidos.
Consumo la vida en un soplido. Contemplo la ciudad estirándose sigilosa. Escucho su risa a lo lejos, la siento escaparse entre sus dientes abiertos. Recorro cada callejón estrecho por donde doblamos nuestros corazones lacerados, cada esquina por donde imaginaba que dedicaba mi tiempo en dejarle señales ingeniosas para encontrarnos en otra vida: En una donde ella porte la piel oscura y los ojos negros y yo sea un niño famélico en sus brazos sobreviviendo al final de algún final. Su boca gruesa y gigante me engulle el rostro y tenemos los ojos rasgados en una ciudad estruendosa, jugando a mirarnos por la estrecha escotilla de nuestros párpados mientras un huracán de neones refulgen en la ventana tras de ella y un rosado fluorescente colorea el espacio psicodélico de sus dientes delanteros, que me van absorbiendo lentamente como un portón de entrada hacía el agujero de gusano de su garganta.
Nunca le vi la piel tan azul.
Ésta es mi primera vida con ella y me agoto al tener la primera certeza de que tendré que sobrevivir a tantas otras para encontrarla en la hora justa, en la estación predilecta. En cualquier primavera donde su sonrisa destelle púrpura profundo en los bolsillos apretados de alguno de mis jeans.
La escucho reírse a lo lejos. En lo más bajo de la ciudad. Reírse desde las cloacas e incluso a veces suelo confundirme y creer que es un quejido, que es su sexo palpitando bajo las veredas de ésta ciudad indolente, que me arroja cada vez contra el pavimento mientras las ruedas de éste artefacto recorren el doblez de los murallones por donde se cruzaron nuestras miradas nerviosas e ignorantes, inciertas y pretenciosas de un par de historias apoteósicas que hoy se descascaran en el cementerio de las glorias de nadie. Y las llantas inflamadas siguen su ruta, esquivando las de ella, repasando lugares nuevos por donde nunca pasaremos, inventando velocidades para pasar rauda por si se asoma su sombra en la próxima calle, por si la ciudad se encuentra aburrida y maliciosa y nos lleva a estrellarnos como cáscaras de huevos viejos que se funden en el cemento, derrotados, infecciosos, alimentando la boca de alguien más.
"En otro lugar,
lejos de ésta tierra y de su tiempo
espero tu rostro
donde se reúnen todos los rostros que he amado".
-Jorge Teillier-
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