martes, septiembre 24, 2013

Canciones de Neón

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Me quisiera reconciliar con la música. En algún momento de mi vida algo entre ella y yo se fragmentó en pequeños trozos irreconciliables. Como saber que fue exactamente. En mi adolescencia fue mi compañera de lágrimas. Largas noches de verano encerrada en la penumbra emo de mi habitación. Boca arriba con la cabeza colgando de los pies de mi cama de una plaza, abajo de un páramo de estrellas que hoy yacen en ningún lugar.
Quisiera reconciliarme con ciertas canciones. Como las canciones de amor en inglés que nos abochornan el corazón a todos, dejarlas bailar ingenuas dentro de los parlantes de la radio, dejarlas libre en su expansión por las esquinas más elevadas del condominio, hasta que algún vecino con Melofobia irritable, venga hasta mi puerta solicitándome con un humor vengador que coarte la libertad desenfadada de esas canciones homicidas.
Quisiera tomar de la mano a la primera de ellas, pasear por los parques de Santiago y tener un bombardeo de presentimientos. Sentir que mi Soulmates camina por la vereda de enfrente en dirección opuesta. Que un artilugio de la vida no nos puso en la misma acera. Y verla pasar distraída, con la luz de la primavera a las siete de la tarde. Sentir en mis piernas la sangre entibiando, tiñéndose de rojo vivo, de refulgencia. Preparándome para la maratón de mi vida.
Sonreír sola, con los audífonos de cien a cien. Tener las certezas únicas de que la historia recién comienza. De que estoy parada aquí, justo aquí, por una razón irrepetible. Y podría estar acá, frente a este computador, ver pasar las siete de la tarde otra vez diez años después con la idea intransable de que al salir por esta puerta me estrellaré contra alguien: Que me volveré granito en el pavimento. Que colisionaré con todas las horas. Que esta que soy yo al salir ahora, no volverá jamás. Que dejará de repetirse la misma canción imantada en una década de desventuras. Y en media hora la muerte acecha. Espera la negra vecina que trastabille en mis decisiones, que hoy sea mi día temerario, que la desafíe con las venas hinchadas, con el espíritu adolescente. Y en media hora será otra noche más. Será la ausencia estrellada. Será la misma canción desfigurada con un millón de presentimientos fisurados, acoplándose con la ciudad gigante, con la vieja timadora, con la devoradora de sombras. Y la oscuridad es cada año más grande. Los neones también envejecen. Los mismos que me hacían torrente en las piernas para correr a la esquina correcta: Dados de baja, retirados, heridos, enfermos, asesinados, transformados. Ya no son de mis calles, ya no transitan las noches que yo transito y no hay nadie que me indique la coordenada exacta. La rendición de lo efímero.



domingo, septiembre 22, 2013

Cementerio de primaveras

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Voy insomne en primavera, de nuevo, pateando las horas como piedras en la calle, en mi camino atolondrado, en el mismo que besó otra primavera y este es el veintiuno más letal, es el número adolorido, es la mañana lluviosa de septiembre despidiéndose en la esquina. Es el aniversario de una muerte querida. El cumpleaños de las agonías. Estoy parada justo en el origen de todo. En el ojo de la tormenta y estoy sola: Siempre lo estuve. Dos brazos imaginarios me sostenían la espalda, dos pies imaginarios se posaban sobre los míos y una boca imaginaria arremetía contra la mía. Dos ojos imaginarios se esclarecían frente mío; Se volvían amarillo siniestro, amarillo avaricia, amarillos cicatriz de botón de oro. Estoy sonriendo en el día uno. En el final. En la partida. En la última línea enemiga. Y me sonríe tu fantasma, de vuelta. Se vuelve sonrisa gigante, dientes gigantes, hendidura gigante, engrandeciéndose como un portal por donde me vuelvo pequeña entre dudas abismantes. Busco la mirada de la serpiente. La Ofidia con su mandíbula ensanchándose y estirándose para engullirme completa, la hambrienta. Me ronda, me saborea. No, ella no quiere tragarme. Ella no necesita comida. Ella es el veneno de los corazones. Es el azul oscuro casi negro. Es el día veintiuno que me persigue, que se burla de mis asociaciones, de tanta casualidad absurda, que lanza carcajadas contra esa camiseta bordada con el número desdichado de la infancia. Que se trapica con una noche de invierno veintiuno entre los campos de girasoles en mi primera adolescencia. Que se atora, se enrojece y se hincha riendo entre tosidos, señalándome el cumpleaños de un mal amor. Se le salen los ojos al lambisquero y toma un aliento con la boca ancha y con el estomago hacía afuera, conserva un último respiro para aniquilarme con el final de su broma más cruel: La encontraras un día veintiuno. Y me apunta con su dedo gordo: Te sentenciarán todas las primaveras. -dice seria y fuertemente-. El gordinflón burlón que decidió numerar mi vida se larga furioso y desquiciado a maldecirme con los astros y la numerología. Invoca a los dioses, al olimpo, a las musas, a los querubines y a los santos terrenales. Les informa que un ser tan noble, un ser tan lleno de gracia entre la codicia del mundo debe tener la suerte única, de un único número que vista sus días hasta el día último. Y que veintiún ángeles carguen la carroza negra y veintiún pies bajo tierra quede sellada mi alma vertiéndose por toda la eternidad con las bestias de veintiún cabezas. Y que desde ahora, sean exactamente veintiún primaveras, para devolver tu beso de muerte, para despedirnos para siempre de esta ronda ridícula de solsticios de primavera, de amores incompletos, de la esclavitud de los calendarios condenados a tener cada mes un día de entierros.