*Objetos desteñidos aprisionando las habitaciones como si estas se fuesen a escapar por los anchos ventanales abarrotados de polvo. Risotadas, caídas, nauseas; atrapadas en la garganta metálica. Noches oscuras y ampolletas estridentes desesperadas, amedrentadas por el miedo de la ciudad a cerrar los ojos, a verse insondable.
Mira la noche desde un ángulo demasiado pequeño, como si fuese de pronto una criatura diminuta frente a un monstruo descomunal. Se acecha a sí misma en la soledad de las calles y la cruza indolente, con la melancolía de los carteles fluorescentes en madrugada. Y busca algo entre la suciedad de las ventanas, en el susurro tibio del motor congestionado de un autobús vacío, y la divisa cruzando la acera, distraída, perdida entre los anaqueles de una parada imaginaria. Y se ve envuelta dentro de un autobús sin puertas: sólo ventanas selladas y ruedas imparables. Es el único autobús nocturno que no se detendrá para que pueda recogerla, aunque la vea lastimada, aunque sienta sus gritos apagándose en su cabeza. Y cómo podría decírselo, cómo podría lanzar un bramido sordo que le advierta que la noche se hará cada vez más fría... que no puede alcanzarla, que por haberse rendido ha caído en una celda.
De pronto comprende que el orden es simplemente aparente, que las ventanas son quebrantables y que los golpes contra la acera sanarán al llegar la mañana. Entonces azota las ventanas, destierra las bisagras oxidadas de los fierros de contención y los despliega contra el autobús con la violencia de un niño embrutecido y cae contra los asientos rechinantes, una y otra vez, hasta alcanzar el salto, hasta que se abre como una orca lastimada el autobús despedazado y salta... salta con el corazón precipitado de negaciones, atiborrado de canciones melosas que reverberan euforias constipadas. Salta para probarse a sí misma que la velocidad de los años es la única infranqueable. Salta para alcanzarla, atraparla al fin y vencer los artilugios de lo inevitable. Entonces cae en la piedra, en el caos y en el principio de todas las cosas que se revuelven en un remolino interminable que seca la ciudad hasta sus límites. Y el remolino arrasa con el parque en donde se escondieron, con el boulevard por donde se volvieron licor añejo y resina, con las estaciones de metro, con los rincones, con el olvido repentino que va imantándolo todo y de pronto todo es un sitio yermo, sin luces de neón, ni autobuses sellados, ni paradas imaginarias, ni noche, ni ella... en ninguna parte.
Después de un salto descomunal en los vórtices del destino, todo se ha borrado, como si la lapicera cruenta hubiese succionado la tinta y dejado el papel en un blanco fantasmal, para volver a transitar con su vaivén en medio de una ciudad atestada de ruido, faroles ciegos, paraderos vacíos, y en ella ningún nombre en medio de la luz desmemoriada.
Entonces fuimos barridos por el huracán y caímos jadeando en el ojo de la tormenta.. - Oscar Hanh -.