viernes, junio 27, 2008

ÁlterEgos , - parte II -

*

Tomó mi mano con la suavidad que tuvieron mis primeros años. El roce me acercaba extrañamente, a ese espacio de pureza que había perdido. Era un pedazo de intimidad que me fraccionaba una y otra vez. De pronto era una niña enjuta corriendo a las seis de la tarde por un bosque invencible en las entrañas de una escuela ruidosa. Hacinada de ingenuidad. Desde mi espalda helada se desprendía el eco de una adolescente iracunda huyendo en la ebriedad de la noche. A la vez me encontraba repartida por cada esquina de Salvador, despistada, demente y perdida. Su mano fría me recordaba a las de mi madre.

La miré como si fuese la primera vez que la veía a los ojos... esta noche eran verdes, su bipolaridad natural perdía fuerza y se unificaba derrepente. Agaché la mirada para controlar la latitud de mi mente. Un calidoscopio de imágenes me emborrachaban de golpe. Entonces miró su reloj y sugirió marcharnos. Caminamos sobre un velo nocturno distinto a los anteriores. Tomamos el vagón del metro, L1-L5, la gente comenzó a difuminarse poco a poco, como si se desintegrase gravemente. Las voces se apagaban después de disolverse cada silueta, cada color, cada respiro y cada risa que se fulminaba hacía otro escenario.

En un rápido giro, estábamos ahí, las dos solas en medio de asientos y fierros de utilería. El sonido único era el del tren friccionando en los rieles, la única luz que se perdía a veces, era la que se extinguía en el túnel más extenso en el que me había sumido alguna vez. Sentí como su cara se acercó a la mía, percibí cada lunar de su rostro, estirarse hasta palpar los míos, sus poros se abrieron abismantes, succionándome la piel húmeda y los miedos escondidos, todos sobrevivientes de oscuridades inaccesibles. Desde aquel día no conseguí evitar vez alguna, la sensación de que el corazón se me saldría por la boca del pecho... se aventaria corriendo desaforado y violento, hasta acallar sus gritos más internos.

Al llegar a destino, la observé bajarse inquieta, temblaba desde sus pupilas pequeñas hasta las pisadas inseguras. Las puertas se estrecharon como una barrera que impedía mi salto... el más grande de todos. El movimiento del carro me llevó a la pared colindante, donde el frío insuperable me cubrió por completo. Las ampolletas perdían su fulgor a medida que se terminaba el recorrido. Sin percatarme antes, las voces habían vuelto a su sitio habitual. Las voces, los pasos firmes, las risas chillonas, el sofocar humano...



- the pictures have all been washed in black, tattooed everything... -


jueves, junio 05, 2008

La niña bajo la lima

*


Me paré exactamente sobre la terraza del séptimo piso. Endeble balcón que hacía temblar mis piernas. Quizás no era el balcón, quizás era ese escalofrío que producen algunas cosas intensas.
El cielo nunca se vio tan vainilla -pensé-, de pronto todo combinaba, incluso ese café de maquina del mismo sabor, que me llevaba algunas veces, y que ahora me servía sorbo a sorbo como un acto de reminiscencia.

Mi vida en ese entonces era como un cuadro sacado de un comercial otoñal. El aire tenía ese teñido ruborizado por la calefacción vespertina, el ruido de las hojas secas que se resquebrajan mutuamente entre compases al viento, el sonido de las llantas inflamadas abrazando el asfalto frío. Encendí el televisor de la sala, me lancé al enorme sillón blanco, y hojeé con un pulso inquieto la programación de la semana. Del otro lado del apartamento, una anciana acicalaba a su viejo y arisco gato, mientras miraba a la ventana, en busca de un recuerdo lúcido que no haya sido alterado por la imprecisión en que se difuminan los años. En el piso de abajo, una niña de trece años abría la ventana de su habitación para dejar escapar el humo de su cigarrillo corriente, mientras abría una caja de pastillas, que llevaba entre temblores a su boca fruncida, y justo en el instante en que una lágrima besaba su piso, a kilómetros de distancia, una muchacha salía de su casa con un pálpito único, ese que la impulsó a cerrar desde afuera, por última vez la puerta de entrada.

Mi corazón se detuvo dos segundos antes de que el timbre sonara, lo supe entonces, la vida tiene algunos golpes de suerte, y a este apenas le pisaba los talones. Abrí la puerta, y a mi frente en el muro empapelado, el cuadro de Dalí -la persistencia de la memoria-, cual antes admiraba tanto, y ahora odiaba con una energía inhóspita. De pronto su olor me vino de golpe, se incrustó por mis poros como un gas instantáneo, y su abrazo llegó antes que la detención de mi corazón me imposibilitara la vida. Entonces volví a estar allí, como si algo me hubiese arrastrado hasta una oscuridad sórdida, y un día de tantos un trozo de luz me succionara devuelta a mi tierra húmeda.


-¿Por qué no me reconociste?-
-Porque no lograba verte-

-¿Ahora me ves?-
-¡Nítidamente!-
-Quédate...-
-Aún estoy bajo el árbol...-
-¡Quédate!, en otoño los limones crecen en todos lados.


Podría haberlo visto el día que palpe el primer de sus abrazos. El pecho se me hinchó tanto que creí que se partiría en medio. Pertenezco a esa especie de seres que a tales manifestaciones de engrandecimiento se enrosca como un animal asediado. Así me constipe como un alacrán asustado por el enrojecimiento interno. Nunca me vi tan alterada. Podría haber corrido tanto que mi sombra se habría tirado deshidratada a mitad del camino. Los meses pasaron a rastra y yo los empujaba con mi último aliento. Mi cuerpo se alimentó de euforias efímeras. Me perdí entre el humo de la ciudad, las copas tiradas y las noches temibles. Un día decidí cruzar a la calle iluminada, aquella donde el sol pegaba con más fuerza. La agarré mientras apuraba su paso, la envolví por la espalda, la sumí en mi ruido. Me metí de un salto en sus ojos, rompiendo todo a mi lado. Entonces me sonrió... fue la primera vez que vi su boca brillar tanto.

Esa tarde no podría cerrar la puerta si ella no entraba primero. Los espejos del corredor se derretían reflejándose unos a otros, emitían gritos de horror al descubrirse vacíos. Me miró con su placidez característica, posó su mano en mi pecho y lo detuvo todo. De pronto el sonido se había desvanecido, un silencio profundo y antiguo me poblaba por completo. Mi mirada seca se hizo agua, y luego torrente puro. Nos emancipamos como bestias que corren de regreso a su selva. Tomé su mano caliente y sudorosa, caminamos directo al balcón donde antes me encontraba y le pedí que saltara, sus pupilas se empequeñecieron de súbito y me observó con inmensa incertidumbre. Apreté su mano nuevamente con ánimo y le susurré que saltara. Se acercó a la baranda de madera y con un sólo paso decidido, una parte de sí misma, se arrojó a la acera desnuda, mientras yo la sostenía con firmeza, para que no se fueran las dos juntas.
Esa fue la última vez que vimos a la niña que vivía bajo el árbol de lima.