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Me paré exactamente sobre la terraza del séptimo piso. Endeble balcón que hacía temblar mis piernas. Quizás no era el balcón, quizás era ese escalofrío que producen algunas cosas intensas.
El cielo nunca se vio tan vainilla -pensé-, de pronto todo combinaba, incluso ese café de maquina del mismo sabor, que me llevaba algunas veces, y que ahora me servía sorbo a sorbo como un acto de reminiscencia.
Mi vida en ese entonces era como un cuadro sacado de un comercial otoñal. El aire tenía ese teñido ruborizado por la calefacción vespertina, el ruido de las hojas secas que se resquebrajan mutuamente entre compases al viento, el sonido de las llantas inflamadas abrazando el asfalto frío. Encendí el televisor de la sala, me lancé al enorme sillón blanco, y hojeé con un pulso inquieto la programación de la semana. Del otro lado del apartamento, una anciana acicalaba a su viejo y arisco gato, mientras miraba a la ventana, en busca de un recuerdo lúcido que no haya sido alterado por la imprecisión en que se difuminan los años. En el piso de abajo, una niña de trece años abría la ventana de su habitación para dejar escapar el humo de su cigarrillo corriente, mientras abría una caja de pastillas, que llevaba entre temblores a su boca fruncida, y justo en el instante en que una lágrima besaba su piso, a kilómetros de distancia, una muchacha salía de su casa con un pálpito único, ese que la impulsó a cerrar desde afuera, por última vez la puerta de entrada.
Mi corazón se detuvo dos segundos antes de que el timbre sonara, lo supe entonces, la vida tiene algunos golpes de suerte, y a este apenas le pisaba los talones. Abrí la puerta, y a mi frente en el muro empapelado, el cuadro de Dalí -la persistencia de la memoria-, cual antes admiraba tanto, y ahora odiaba con una energía inhóspita. De pronto su olor me vino de golpe, se incrustó por mis poros como un gas instantáneo, y su abrazo llegó antes que la detención de mi corazón me imposibilitara la vida. Entonces volví a estar allí, como si algo me hubiese arrastrado hasta una oscuridad sórdida, y un día de tantos un trozo de luz me succionara devuelta a mi tierra húmeda.
-¿Por qué no me reconociste?-
-Porque no lograba verte-
-¿Ahora me ves?-
-¡Nítidamente!-
-Quédate...-
-Aún estoy bajo el árbol...-
-¡Quédate!, en otoño los limones crecen en todos lados.
Podría haberlo visto el día que palpe el primer de sus abrazos. El pecho se me hinchó tanto que creí que se partiría en medio. Pertenezco a esa especie de seres que a tales manifestaciones de engrandecimiento se enrosca como un animal asediado. Así me constipe como un alacrán asustado por el enrojecimiento interno. Nunca me vi tan alterada. Podría haber corrido tanto que mi sombra se habría tirado deshidratada a mitad del camino. Los meses pasaron a rastra y yo los empujaba con mi último aliento. Mi cuerpo se alimentó de euforias efímeras. Me perdí entre el humo de la ciudad, las copas tiradas y las noches temibles. Un día decidí cruzar a la calle iluminada, aquella donde el sol pegaba con más fuerza. La agarré mientras apuraba su paso, la envolví por la espalda, la sumí en mi ruido. Me metí de un salto en sus ojos, rompiendo todo a mi lado. Entonces me sonrió... fue la primera vez que vi su boca brillar tanto.
Esa tarde no podría cerrar la puerta si ella no entraba primero. Los espejos del corredor se derretían reflejándose unos a otros, emitían gritos de horror al descubrirse vacíos. Me miró con su placidez característica, posó su mano en mi pecho y lo detuvo todo. De pronto el sonido se había desvanecido, un silencio profundo y antiguo me poblaba por completo. Mi mirada seca se hizo agua, y luego torrente puro. Nos emancipamos como bestias que corren de regreso a su selva. Tomé su mano caliente y sudorosa, caminamos directo al balcón donde antes me encontraba y le pedí que saltara, sus pupilas se empequeñecieron de súbito y me observó con inmensa incertidumbre. Apreté su mano nuevamente con ánimo y le susurré que saltara. Se acercó a la baranda de madera y con un sólo paso decidido, una parte de sí misma, se arrojó a la acera desnuda, mientras yo la sostenía con firmeza, para que no se fueran las dos juntas.
Esa fue la última vez que vimos a la niña que vivía bajo el árbol de lima.