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Si hay algo que asusta, son las señales. Te encuentran en cualquier lugar. No hay nada más insensato que huir de una, y sin duda el espanto es aún mayor en ausencia de ellas, -la ausencia de señales puede ser también una señal-. Un grito afortunado que te indica que estás en la acera equivocada persiguiendo a tan sólo un extraño.
El problema es que las he tenido todas. Aparecen de pronto, como un golpe súbito, como la respuesta a un llamado de auxilio. Todo comienza con un profundo y acallado deseo. Un cosquilleo que se acrecienta a medida que se acerca el momento. Simplemente lo sientes, sabes que vendrá la pequeña señal a arruinarlo todo. Justo cuando te haz dado por vencido, cuando estás decidido a cruzar la acera de vuelta a casa; El golpe te alcanza.
Una tarde cualquiera sientes como tu estomago se contrae, ese es el primer indicio de deseo. Te haz vuelto tan dependiente de las iniciativas ajenas que tomar un riesgo es casi impensable. Sin embargo ahí estás, a punto de saltar, pero no hay nadie que ejecute el empujón final. Entonces llega de sopetón la señal que necesitabas. Su mano encontrándose con la tuya, como si el camino para llegar hasta allí, hubiese sido demasiado largo y agotador. Te quedas prendida de ella el tiempo que alcance. Las respuestas a deseos tales, casi siempre son de minutos escasos. Si durasen más, seguramente el corazón saldría disparado... por la ventana y sin retorno.
Hoy era uno de esos días en que estaba dispuesta a doblar en la siguiente avenida. La vida cansa... sobre todo cuando es tan implícita. Cuando crees tener algo entre manos, un pequeño soplo lo vuela todo. Entonces tiras el puñado de señales a los pies de alguien con mejor suerte. Sales de ahí, frustrada y enfadada. ¡Es que todo tiene que ser tan complicado!; El destino, las señales, el Karma, las corazonadas, el error.
Corrí tan fuerte que estallé el reloj. La alcancé justo antes de terminar la calle. Me pregunté de pronto como es que me podía conmover tanto el verla llorar. Algo en mí se estremeció. La habría buscado por callejones cualquiera, infinitas veces, con la seguridad de que sólo yo podría saber donde estaba. Es cuando tienes la certeza que no hay nadie más... nadie más que mire en sus ojos y los capture de tal modo que desenganchar el contacto es parte de un movimiento forzoso.
La cuidé lo que restaba de la noche. A distancias adecuadas. Lo suficiente para mantenerla a salvo. De vez en cuando abría los ojos para saber si continuaba intacta. Entonces me pregunté que estaba haciendo. Podría irme a toda velocidad, antes que me alcanzara el embrollo. Podría ignorarla... podría continuar la fiesta, la bulla, la euforia. Pero no podía dejar de pensar en ella. Me quedo. Es lo último que me dije recostada a su lado, frente a un delgado haz de luz que iluminaba su rostro mientras terminaba la madrugada.
Por la mañana todo era un hastío en mi cabeza. Había perdido la pureza que tenían los momentos a su lado. Ya no había señales, rubor, complicidad. Sólo un gran lío que estaba por acabar. Me sentí aliviada. Aliviada de poder volver a mi normalidad. A casa una vez más. A casa con nada entre los dedos. Fue entonces cuando floreció un último deseo. Es casi aterrador… -“Deseo recortar las distancias” y entonces ella se acerca, “Deseo sus manos” y sus manos me atrapan, “Deseo que llame esta noche”… Y el deseo se encarna en unos frágiles segundos-. Ella actúa respondiendo a cada pensamiento que se instala en mi cabeza. Pareciera que algo muy secreto nos conectara. Cada íntima ocurrencia es un pase de acceso. Aún no sé exactamente lo que es, pero pende de un hilo.
Las señales están por doquier. Las hay de todas texturas y colores. Y sé que tras de cada una hay un mensaje substancial. Pero como saber si ella también las ha percibido, si ve esa misma multiplicidad de formas.