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Necesito hablarte y no tengo más que mis manos cansadas con un puñado de jeroglíficos entre los dedos. No tengo más que la labia marchita y los ojos invernales goteando a pedazos. Sabes tanto lo que no tengo, que aún me impresiono de que quieras robarme siempre las armas que me faltan. Las balas imaginarias que lanzas contra mi pecho acuoso. Porque estás con la mirada añeja, porque te tiemblan las ganas de aparcarte en una costilla rota de mi lado favorito. Ven y rueda conmigo por los cerros de tus vértebras, déjame quebrarlas todas, deja que te lleve por los laberintos de tus vísceras, que sé que no haz conocido profundidades como las tuyas, como la sangre boreal que refresca tus adentros infantiles. Como la sonrisa eterna, como los ojitos aclarados en medio de la mesa. Como tu boca nerviosa, como tu cabello largo hasta los talones duros. Hasta las calles arrugadas, hasta las veredas que nos separan, hasta los buses terroríficos que te arrastran lejos de aquí, de este aquí de mi pelo, de mis dientes roídos, de mi piel agrietada, de mis ojos grises. Grises como la sombra pérfida que dibuja tu nariz en la mía. Como tu beso, que siempre es el último, como tu beso lejos, como tu beso de polvo, de harina de herida, de llaga insoluble. Como tus manos largas manos, que se esconden de cualquier ventisca, de toda llovizna que se me acerque a la mejilla rabiosa.
Quiero abrazar tantos brazos tuyos desprendidos de tu cuerpo. Los quiero todos, lejos tuyo. Lejos de tu mueca arenosa, de tu risa magullada. Quiero tus brazos firmes como abrazo nuevo, de cuerda de candado de combinación infinita. Quiero tus zapatillas rotas erosionando la Alameda, pateando las micros y a los ciclistas fascistas. Te quiero zapateando arriba de los taxis y las camionetas y saltando entre el cableado de las calles, como si esos puentes interminables, hubiesen estado ahí siempre para juntarnos en alguna esquinita de vértigo.
Quiero besarte tanto que todas las cosas divinas que logré en tu ausencia, pueden teñirse de mierda. No existe recoveco que me guste más que el tuyo. No hay universo en mí que no quiera ser sostenido por tu pelvis entre mis piernas, por tu estomago nervioso, por tus piernas enredadas violando mis sábanas. Las mismas que arrojé a la basura la tarde ayer. Porque era otoño y el viento me degolló las palabras que faltaban.
Tengo las venas inflamadas, tengo la vida diseñada y los ánimos perfectos. Tengo todo lo que te hacía falta cada vez que respiraba. Tengo todo eso que quisiera mostrarte con entusiasmo y que se vence y disuelve como espejismo, como quimera otra vez que te encanta, que te engaña, que me odia, que me aplasta, como todas las cosas maltrechas que amas.
Quiero decirte que me levanto cada mañana, con el animo dionisiaco de destruir las rutas y las memorias, las pisadas y los ecos asmáticos de la ciudad que te grita a carcajadas, que este es un día más, del resto que se acaban.
Me siento en el café y no pido nada, la garzona me mira y siento vergüenza, pienso en inventarle que espero a alguien que ya viene.
Son las 5:00 y es 17 y el caballo de troya galopa furioso hacía el museo. Yo estoy afuera, nerviosa, esperando.