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Hace un tiempo comencé un libro que hablaba de la levedad y el peso... ¡perdón!, más bien digo; "me comenzaron un libro...". Era una tarde en medio de la primavera intransigente que apretuja los nuevos días de Santiago. Salí corriendo de mi casa con una mezcolanza de argumentos acribillándome la boca. Cuando mentimos nos transformamos en la mítica figura del “caballero de la armadura oxidada”; Nos montamos con nuestra coraza de hierro, nuestra furia entre labios y la espada empinada, como si toda la violencia del mundo, pudiese sosegar al niño perdido que llevamos dentro y de pronto somos una bestia que arrasa con todo a su paso y nuestros bramidos se vuelven exagerados y feroces.
La alcancé en el centro de la estación Baquedano, huyendo como fiera herida, ladrando de desquicio y lamento. La sujete con calma y la llevé hasta mi pecho, con la esperanza de que algún soplo de realidad me reanimara un latido tímido que no se convirtiese en animalejo apenas a propiciado la vida. Y solté ese despilfarro de sin-sentidos y le arrojé mis vidas pasadas, mis dolores desdeñosos y le prometí quedarme sentada en el asiento contiguo; "como compañera de un viaje inesperado...", entonces sostuvo entre su espacio y el mío, el silencio más crudo de nuestra historia.
Abrió el libro en la página 270, sacó el marcador de su ubicación y lo llevo a la primera página. Me tomó, me acomodó entre sus piernas y comenzó a leerlo desde un principio. El libro comenzaba hablando de alguna cita de Nietzsche que ahora no puedo recordar, pero que encantó mi mundo de ideas. Luego aparecía la historia de un tipo de treinta y tantos que conoce a una chica a razón de una seguidilla de ridículas casualidades. La primera asociación nace cuando el protagonista análoga el descubrimiento de su amante, como si la vida la hubiese arrojado por un río en una canasta hasta su puerta y que éste apiadado y enternecido por la fragilidad y la inocencia de la criatura decidía hacerse cargo de ella, como si esa llegada hubiese apelado primero a su compasión que a su suerte. Entonces me pregunté cual era el motivo de releer aquel libro, me embargaba la incertidumbre, de pronto cada línea era como enfrentarme a la escena de “The Shining” del elevador y la ola de sangre.
Nacieron una serie de interrogantes; Porque debíamos terminar el libro juntas, porque tuve desde un comienzo ese extraño presentimiento de que no terminaríamos de leer hasta que se calmara su ira o hasta que se mitigara su pena, era como una vía de escape o un margen de tiempo que predefinía cuantas eran las horas o días exactos que quedaban para que separásemos nuestros caminos para siempre. Estuvimos esa tarde excursionando por cada capítulo y hoja que sobrevenía. Reímos, consentimos y culpamos. Derrepente nos encontrábamos dentro de esa burbuja en la que nos habíamos sumido mucho tiempo antes cuando nos conocimos.
El tiempo pasó raudamente y después de varios intervalos, investigaciones sobre la historia de los personajes e incluso caracterizaciones personales, me confesó que el día que termináramos aquella novela, sería el cierre final de nuestro viaje. Pero algo no quería que aquello sucediese, por alguna confusa razón siempre ocurría algo que evitaba que supiésemos el desenlace, inclusive al ver la película que se filmó hace 21 años atrás (exactamente mi edad), y aún así ninguna comprendió en donde convergía todo, quizá ninguna quería saberlo, puede que hayamos descifrado la gran interrogante que surge justo en el espacio intermedio entre el destino y la voluntad. Puede que exista un plan predeterminado, configurado de tal manera que si nos dejamos envolver por el velo del desencanto y la apatía, rodemos sin remedio hacía él, pero si por una o cualquier razón escuchamos ese sonido interno que como un biombo lejano nos arremete, puede que tal vez sólo así logremos doblar en el siguiente desvío para seguir en carrera a nuestra histeria.
Al llegar al penúltimo capítulo del libro, el protagonista relata un encuentro existencial formidable en la crisis de los 40. Tiene un sueño, se ve encantado por un mundo que no ha vivido, por colores que no ha visto y olores que jamás ha alcanzado aunque por algún motivo vivían en su inconsciente, se ve acostado al lado de una mujer hermosa, que duerme placidamente en sus brazos. Es mi alma gemela... -piensa- y está dispuesto en ese momento a abandonar a la mujer de su vida, a la que recogió "simbólicamente" del canasto río abajo hasta su apartamento. Luego despierta y se da cuenta de que quizá nunca conozca a esa mujer y que tal vez ni siquiera exista más que como una idea borrosa. Entonces pensé en como el ser humano se aferra con tanto ahínco a éstas fantasías colectivas; "El príncipe azul, el alma gemela, Díos, la política..." (En orden de prelación), sólo por encontrarse tan devastadoramente desencantado, y el primer desencantamiento sucede en el momento del parto; el niño jamás perdona a la madre por tal violento desapego, luego el sometimiento al frío de la realidad, a los colores demasiado estridentes, al ruido de la ciudad, a los olores pestilentes... Las sensaciones son las primeras y más terribles agresiones a las que puede someterse un ser humano. Posterior a eso y luego de una serie de eventos desafortunados como el "destetamiento" (horroroso y deshumanizador momento en la existencia), los seres humanos empezamos a desarrollar un inmenso sentido de "recuperación del amparo", es una solicitud de cobijo que puede tomar las más variadas y múltiples formas. Desde una exacerbada entrega a una creencia religiosa hasta la más inocente y obstinada idea de que estamos en este mundo con la única misión de reunirnos con nuestra otra mitad que no es más que aquel pedazo de masa encefálica que nos arrebataron al salir tan abruptamente de nuestro imperio uterino.
Puede que Freud haya tenido razón, toda la culpa la tuvieron nuestros padres... ¿pero acaso no fueron ellos hijos también?, entonces el primer padre se lleva todo el merito, ahí es el exacto punto donde nace ese grupo de herméticos mortales que se afilian a alguna religión que podría llamarse algo así como "cienciología"(?) u otros escepticistas. La cuestión es que hay que culpar a alguien por quienes somos, no podemos ser naturalmente malos entonces se lo debemos a alguien o a algo... en fin.
Desde entonces y de aquella reflexión, dejé de consultar las cartas del tarot, de cuestionarme sobre si ella (que ya está aquí) es realmente el amor de mi vida o es una transición, de si somos la levedad y el peso o dos pesos pesados que se ahogan en una profundidad inhóspita. Desde que la conozco (y quizás mucho antes), mi indicador de desamparo refulgió como un radar expuesto a las más altas frecuencias y eso me es suficiente para comprender que su existencia es para mí, inherente. Puedo decir por otro lado fervientemente que la voluntad propia, el sentido intrínseco que llevamos dentro sobre las cosas y nuestro movimiento entorno a ellas es el único mapa que poseemos y por lo tanto; El vital.
- En un mundo descomunal, siento tu fragilidad... –